Cuando Eugenia se fue a la universidad, Mónica e Ignacio la llevaron a la estación de Alsa, le subieron las maletas al autobús y se despidieron con un par de lagrimillas en los ojos. Volvieron a casa y siguieron con su día: aún quedaban tres hijos a los que atender. Dos años después, se marchó Alfredo. Esta vez a Barcelona. Le acompañaron a Renfe, subieron sus mochilas en el vagón de tren y volvieron a casa en coche. Los mellizos, Beatriz y Ángel, seguían en casa. Pero en 2017, los pequeños hicieron las maletas y también abandonaron la ciudad castellana, como muchos de sus amigos que huyeron a Madrid, Barcelona o Bilbao.
Mónica e Ignacio respiraron hondo, sin saber qué hacer sin sus polluelos. Sí que vienen de vez en cuando, dos o tres veces al año, en Navidad, verano o algún fin de semana suelto. Llegan, cotorrean, se pelean, salen de fiesta con sus amigos del colegio y se marchan a las dos semanas silenciando la casa. Mónica e Ignacio les esperan con alegría, preparan sus platos favoritos y esperan con ansia sus anécdotas. Pero a veces no les entienden. Los mellizos recrean bailes de Tik Tok, Alfredo, que ahora vive en Bruselas, solo habla de la Unión Europea y Eugenia menciona cosas extrañas como el machine learning o el coding. Su madre les mira con cariño pero también con pena. A la hora de comer, ella recupera anécdotas del tío Atanasio en Covarrubias en los 70, de la recogida de uva en las tierras de Sotillo y de aquella vez que el bisabuelo Serapio fue a ver una ballena varada en la costa vasca. También habla de los nacimientos, de las costumbres del pueblo en días de fiesta, de las recetas, de la mudanza a la capital de provincias y de Domingo, que aún reside en el campo. Los hijos oyen pero no escuchan. Y Mónica sigue hablando de esa España caduca y agrícola que subsiste en sus memorias.
A las dos semanas, Ignacio les acompaña a la estación, exprimiendo los últimos segundos en su compañía. Sus hijos se suben al autobús o a los coches de amigos, que también viajan a Madrid y a Barcelona. Se reencuentran los festivos cuando van donde sus padres o a veces quedan por el vermut en la capital, pero pocos se mudan de vuelta. Mónica e Ignacio vuelven a casa y se entierran en melancolía. Les quedan las llamadas, los Facetimes, los WhatsApps, los contactos digitales que les mantienen al tanto. Pero, poco a poco, la ciudad castellana se vacía. Su intrahistoria desaparece al ritmo de un TikTok, y la abundancia de información entierra sus anécdotas.
De qué se habla en la calle: Ayn Rand y el neoliberalismo
En 1926, Estados Unidos recibió a Ayn Rand, la filósofa que determinaría el papel cultural del neoliberalismo en el país.
Nacida en Rusia, Rand emigró a Nueva York con 22 años y pronto se mudó a Hollywood, donde escribió guiones. Comenzó su carrera de activismo político en los años 40, juntándose con pensadores a favor del libre mercado en un momento en el que el resto del país abogaba por ayudas federales. El gobierno de Franklin D. Roosevelt acaba de implementar el New Deal, un programa económico con gran inversión estatal para luchar contra los efectos de la Gran Depresión del 29. La medida acabó en 1939, pero el país, sufriendo las consecuencias de la crisis, no estaba dispuesto a liberalizar el mercado. Y tampoco a escuchar a Rand.
Aun así, ella encontró adeptos, sobre todo tras publicar “The Fountainhead” en 1943. En la popular novela, ya asomaba la filosofía de Rand. El protagonista lucha por seguir sus deseos frente a otros que ponen los deseos de los demás por encima de los propios (la autora los llamaba second-handers). Unos años después, en 1957, Rand publicó su ópera prima titulada “Atlas Shrugged”, en la que desarrolla más a fondo su filosofía: el objetivismo.
Con su objetivismo, Rand defendía que el sentido moral de la vida es la búsqueda del propio interés de una manera racional y lógica, pues en eso consiste la felicidad. Rand lo llamó “egoísmo racional”. Su teoría acaba siendo una justificación moral del capitalismo y una forma extrema de laissez faire, en la que el estado debe garantizar las libertades individuales por encima de todo. A su teoría moral se unía un amor por el dinero (un bien) y el sexo (libre) y un rechazo absoluto a la religión.
Pese a su empeño, los círculos de filosofía académica nunca valoraron las propuestas de Rand (se consideraban pseudofilosofía). Pero 40 años después de publicar sus novelas, sus ideas calaron en la cultura popular americana. A partir de los 60, la Escuela de Economía de Chicago comenzó a publicar estudios y a hacer lobby a favor de la liberalización del mercado. Además, varios discípulos de Rand popularizaron sus novelas desde el Gobierno. Por ejemplo, el economista Alan Greenspan abogó por las teorías de Rand trabajando para el banco central americano (la Reserva Federal). Pronto se vio el resultado. En los 80, Estados Unidos vivió una época de desregulación del mercado de la mano del presidente Ronald Reagan, que ayudó a que creciera Wall Street. Con Reagan a la cabeza, el neoliberalismo —un conjunto de ideas políticas y económicas que defienden la liberalización del mercado y limitan el papel del Estado en la economía— había venido para quedarse.
Y no solo a nivel político. Una encuesta de 1991 ponía a “Atlas Shrugged” como el libro más influyente en las vidas estadounidenses después de la Biblia. La idea de que el individuo forja su fortuna y que esa ambición no sólo es legítima, sino también moral, caló hondo en el imaginario colectivo americano.
Desde entonces, la popularidad de Rand no ha hecho más que crecer, sobre todo entre millonarios de Silicon Valley y la derecha americana, que acentúan la importancia de la libertad personal por encima de todo. Entre ellos se encuentran el político republicano Paul Ryan —que repartía ejemplares de “Atlas Shrugged” entre sus empleados—, el millonario de Silicon Valley Peter Thiel, el CEO de Tesla Elon Musk y el fundador de Uber Travis Kalanick.
El ethos ‘Randiano’ del héroe individualista y emprendedor, del genio cuyo único compás son sus ambiciones, sigue muy vivo en la cultura empresarial americana. Hasta el punto que Donald Trump y muchos de los miembros de su gabinete llevan por bandera las novelas de Rand.
Si os interesa leer más sobre Rand, este artículo explica muy bien su relación con los libertarios y las políticas pro-mercado a lo largo del siglo XX.
Qué se comenta en la redacción
La escritora del New Yorker Jia Tolentino publicó el bestseller de ensayos “Trick Mirror” (“Falso Espejo”, en español) en agosto de 2019. Desde entonces, los medios americanos han llamado a Tolentino la voz de nuestra generación.
El libro contiene nueve ensayos sobre la cultura contemporánea, analizando el rol de los reality shows, la obsesión actual por el athleisure (la combinación estética entre el ocio y lo atlético, sobre todo en ropa), el rol de la protagonista femenina en la literatura o la rape culture (cultura de la violación) de las universidades americanas. Para mi gusto, el mejor es el primero, The I in the Internet, en el que explora el rol del yo online.
En este ensayo, Tolentino cuenta sus comienzos en la red desde sus pinitos en blogs, jugando con HTML, hasta su madurez en Twitter. Y explica que los blogs empezaron experimentando con un Internet social (todos tenían links a otros comentarios) a la vez que se centraban en la identidad del autor. Al final, las vidas privadas se volvieron públicas y los incentivos sociales acabaron siendo económicos (caer bien se traduce en más likes). Las redes sociales expandieron la auto-expresión, con los usuarios mostrando su identidad a través del postureo ético o virtue signaling. Por ejemplo, poniendo en Twitter el número de teléfono para prevención de suicidios después de la muerte de un famoso o subiendo fotos a favor o en contra de una medida política. Las redes se convirtieron en un altavoz de la propia identidad.
Tolentino escribe: Even as we became increasingly sad and ugly on the internet, the mirage of the better online self-continued to glimmer. As a medium, the internet is defined by a built-in performance incentive. In real life, you can walk around living life and be visible to other people. But you can’t just walk around and be visible on the internet – for anyone to see you, you have to act. You have to communicate in order to maintain an internet presence. And, because the internet’s central platforms are built around personal profiles, it can seem – first at a mechanical level, and later on as an encoded instinct – like the main purpose of this communication is to make yourself look good. Online reward mechanisms beg to substitute for offline ones, and then overtake them. This is why everyone tries to look so hot and well-traveled on Instagram; this is why everyone seems so smug and triumphant on Facebook; this is why, on Twitter, making a righteous political statement has come to seem, for many people, like a political good in itself.
Puedes leer el primer ensayo aquí.
Para leer a gusto
1. Este reportaje de David Grann, agosto de 2008. En él, cuenta la historia de Frédéric Bourdin, un hombre que se hizo pasar por distintos niños toda su vida, estafando a quien se pusiera delante. Acabo de descubrir a Grann y es una delicia.
At police headquarters, he admitted that he was Frédéric Bourdin, and that in the past decade and a half he had invented scores of identities, in more than fifteen countries and five languages. His aliases included Benjamin Kent, Jimmy Morins, Alex Dole, Sladjan Raskovic, Arnaud Orions, Giovanni Petrullo, and Michelangelo Martini. News reports claimed that he had even impersonated a tiger tamer and a priest, but, in truth, he had nearly always played a similar character: an abused or abandoned child. He was unusually adept at transforming his appearance—his facial hair, his weight, his walk, his mannerisms. “I can become whatever I want,” he liked to say. In 2004, when he pretended to be a fourteen-year-old French boy in the town of Grenoble, a doctor who examined him at the request of authorities concluded that he was, indeed, a teen-ager. A police captain in Pau noted, “When he talked in Spanish, he became a Spaniard. When he talked in English, he was an Englishman.” Chadourne said of him, “Of course, he lied, but what an actor!”
Over the years, Bourdin had insinuated himself into youth shelters, orphanages, foster homes, junior high schools, and children’s hospitals. His trail of cons extended to, among other places, Spain, Germany, Belgium, England, Ireland, Italy, Luxembourg, Switzerland, Bosnia, Portugal, Austria, Slovakia, France, Sweden, Denmark, and America. The U.S. State Department warned that he was an “exceedingly clever” man who posed as a desperate child in order to “win sympathy,” and a French prosecutor called him “an incredible illusionist whose perversity is matched only by his intelligence.” Bourdin himself has said, “I am a manipulator. . . . My job is to manipulate.”
2. Este relato de Jhumpa Lahiri, 1998. Aquí la traducción en español.
All day Shukumar had looked forward to the lights going out. He thought about what Shoba had said the night before, about looking in his address book. It felt good to remember her as she was then, how bold yet nervous she’d been when they first met, how hopeful. They stood side by side at the sink, their reflections fitting together in the frame of the window. It made him shy, the way he felt the first time they stood together in a mirror. He couldn’t recall the last time they’d been photographed. They had stopped attending parties, went nowhere together. The film in his camera still contained pictures of Shoba, in the yard, when she was pregnant.
3. Este poema del polaco Adam Zagajewski, 1985.
Sólo en la belleza creada
por otros hay consuelo,
en la música de otros y en los poemas de otros.
Sólo otros nos salvan,
aunque la soledad sepa a
opio. Los otros no son el infierno,
si se les ve temprano, con sus
frentes puras, lavadas por sueños.
Por eso me pregunto qué
palabra debería utilizarse, "él" o "tú". Cada "él"
es una traición a un cierto "tú" pero
a cambio el poema de alguien
ofrece la fidelidad de un grave diálogo.
¿Alguna sugerencia para temas? ¡Contestadme al email!
Mil gracias,
Carmen
Imágenes de @miri_arroyo