Cuando Matifa salió corriendo del salón entre insultos y portazos un viernes 3 de abril, sus cuatro hermanos no le hicieron mucho caso. Matifa era de mecha corta y los demás estaban acostumbrados a sus berrinches. Su madre sacudió la cabeza mientras remataba el dobladillo del uniforme de Joaquín, su hijo pequeño. Todavía eran las 10 de la noche, acababan de cenar—después de los aplausos cuarentenales—y les tocaba escoger la película que marcaba el fin de la semana laboral. Los chicos eligieron Contagion; Matifa quería Gone with the wind. Cuatro a uno, Matifa pegó dos gritos de inconformismo y tres portazos—salió y entró varias veces al salón para que no la ignoraran. Pero los chavales ya estaban acomodados en el sofá, esperando que alguien le diera al play. Total, Matifa era de mecha corta y no había que seguirle el rollo.
A Matifa, ese adjetivo siempre le había perseguido. No tenía paciencia y menos cuando se le llevaba la contraria. ¿Que sus padres no le daban el biberón? Gritos. ¿Que sus tíos prestaban más atención a sus hermanos? Gritos y lloros. ¿Que no le dejaban salir al parque? Gritos, lloros y golpes al que estuviera más cerca.
Pronto aprendió que había una delgada línea entre conseguir que le hicieran caso y que le castigaran por todo. A veces, más que pelear con los demás, luchaba contra su mechacortismo. Intentaba, con poco éxito, controlar las riendas de su temperamento y frenar justo antes de cruzar la línea. Pero, por lo general, la rabia ganaba. Tenía mala leche, pero ¿por qué tenía que domarla? Matifa se sentía atrapada por las expectativas de templanza que le acusaban de ser el problema.
Cuando en la adolescencia su mechacortismo le dejó sin esquiar en cuarto de secundaria, sin el viaje de fin de curso en bachillerato y sin salir los sábados por la noche, la cosa se puso seria. Ella, indignada, respondía con el primer insulto cruel que se le pasaba por la cabeza. “Os odio, te odio a ti, a ti y a ti. ¡Os odio a todos!” Sus hermanos empezaron se acostumbraron a ignorar sus berrinches, así que Matifa probó a empujar un poco más la línea a ver si alguien estallaba. A las peleas le seguían lágrimas solitarias y propósitos fugaces de rectificar velados por la convicción de que no había que cambiar, templar o controlar nada. El problema era el sistema, se decía, releyendo a Nietzsche.
Ese tres de abril, Matifa se repetía la cantinela desde su cuarto, mientras escuchaba de fondo los susurros de Contagion. Pero pese a su desprecio del sistema, no quería encerrarse dentro del confinamiento. Así que espero quince minutos pero nadie vino a buscarla. Pasaron otros 30 y la película continuaba. Una hora más tarde, Matifa volvió al salón. Sus hermanos la miraron sorprendidos, y ella se acurrucó en el sofá, pensando que quizá la templanza era necesaria para convivir… al menos en cuarentena.
De qué se habla en la calle: judaísmo jasídico
En las últimas semanas de cuarentena, el judaísmo ultraortodoxo ha vuelto a las pantallas con series de Netflix como Unorthodox, trayendo al debate los límites entre los derechos del grupo y los del individuo, el estado y la religión. Pero más allá de los tirabuzones, las pelucas y el aislamiento de sus comunidades, hay que entender quiénes son.
Los judíos ultraortodoxos, también llamados jaredíes, son una corriente religiosa muy conservadora dentro del judaísmo. Viven al margen de la sociedad contemporánea, son los únicos que están exentos del servicio militar en Israel—para los demás obligatorio—, y apenas cuentan con educación formal—en sus escuelas llamadas yeshivas se estudian los textos religiosos de la Torá y el Talmud. Por eso, como se ve en Netflix, carecen de habilidades o conocimientos para encontrar un trabajo fuera de su comunidad.
Los protagonistas de Netflix son judíos jasídicos, un tipo de jaredíes con particularidades étnicas, lingüísticas y políticas—una corriente espiritual que surge en el siglo XVIII y que mantiene comunidades en Nueva York y Jerusalén. Se distinguen porque la mayoría son Ashkenazis—es decir, provienen de Europa Central y Oriental—, hablan yiddish—una mezcla de hebreo y alemán— y conservan parte del atuendo que llevaban sus antepasados en el siglo XIX por razones religiosas (los tirabuzones laterales, las pelucas, la ropa modesta, los gorros…).
Además, tienen particularidades políticas porque se oponen—por lo general—al sionismo (el movimiento que pide un estado independiente para el pueblo judío). Aun así, en Israel se han acabado convirtiendo en una pieza clave en política. Por un lado, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se apoya en ellos y en su partido Sha para permanecer en el poder en el Knesset (parlamento israelí). Por otro, suelen formar familias numerosas de seis o siete niños, aumentando su poder político en el país porque su población no para de crecer.
Estas características de los judíos ultraortodoxos han llevado a que surja el debate sobre los límites entre los derechos del grupo—por ejemplo, la educación religiosa en yeshivas—, los del individuo—el acceso a una educación formal—y las directrices del estado. En Nueva York, la educación es un punto de tensión constante. En 2015, el alcalde de la ciudad comenzó una investigación sobre cómo era la educación en las yeshivas, tras acusaciones de que los niños no aprendían nada más allá de textos religiosos. El proyecto no fue a ningún lado, en gran parte porque los judíos ultraortodoxos también son clave en las elecciones locales.
La salud pública también ha causado choques políticos en Nueva York. El año pasado hubo un brote de sarampión en la comunidad ultraortodoxa de Brooklyn, que fue difícil de contener porque muchos miembros de la comunidad no se vacunaban. Y hace unas semanas el barrio volvió a titulares con la asistencia de 2.500 ultraortodoxos al funeral de un rabino que acababa de morir de COVID-19.
Con la pandemia, no está mal que volvamos a pensar sobre ese baile de derechos y deberes, entendiendo bien de dónde provienen las discusiones, más allá de la anécdota. Así que si no habéis visto Unorthodox, Shtisel, o el documental One of us sobre judaísmo ultraortodoxo en Nueva York e Israel, id enciendo el ordenador porque los jaredíes seguirán ocupando titulares.
Para saber más sobre judíos jasídicos, leed este blog.
Qué se comenta en la redacción
En 1955, el escritor mexicano Juan Rulfo publicó su única novela, Pedro Páramo, considerada precursora del boom latinoamericano. En ella, Juan Preciado va en busca de su padre, Pedro Páramo, para cumplir la promesa que le hizo a su difunta madre. Cuando Juan llega a Comala, el pueblo de sus padres, se encuentra con varias personas que formaron parte de la vida de Pedro Páramo. Pero según pasa el tiempo, Juan percibe que muchas de ellas en verdad están muertas.
El libro es precioso, corto y rápido de leer, mezclando el realismo mágico con la descripción de un cacique durante la Revolución Mexicana de principio de siglo XX. "Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?”, escribe Rulfo.
Cuando el escritor colombiano Gabriel García Márquez leyó la novela, se quedó extasiado, impulsándole a escribir Cien años de soledad. En un programa de radio, García Márquez dijo: “Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá casi diez años atrás, había sufrido una conmoción semejante. […] He vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles”.
Rulfo es un genio.
Para leer a gusto
1. Este reportaje de Evan Osnos, Mayo 2020, sobre cómo el republicanismo aprendió a amar a Trump. Me ha parecido brutal.
“When Donald Trump ran for President, he was hardly a natural heir to the Greenwich Republican tradition. In the eighties, he bought a mansion on the town’s waterfront, but he did not often observe the prim Yankee ethic inscribed on the Greenwich coat of arms: fortitudine et frugalitate—courage and thrift. Locals were embarrassed by the house’s gilded décor, and, after he and his wife Ivana divorced, she sold it. When George H. W. Bush called for a “kinder, gentler nation,” Trump responded, “If this country gets any kinder or gentler, it’s literally going to cease to exist.”
In early 2016, even before Trump was asserting his right to “locker-room talk,” he was denounced in Greenwich Time, the town’s daily newspaper, by Leora Levy, a prominent local fund-raiser. “He is vulgar, ill-mannered and disparages those whom he cannot intimidate,” she wrote. Levy—the latest winner of the Prescott Bush Award—was lending her support to Prescott’s grandson Jeb Bush, the former governor of Florida.”
2. Este relato del norteamericano Raymond Carver, 1981, llamado Catedral.
“Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.”
3. Este poema del chileno Nicanor Parra, 1937, titulado Remolino Interior.
“Me gusta que no me entiendan
y que tampoco me entiendan,
camisa de seda tengo,
pero también tengo espuelas.
Si digo que yo te quiero
no es cierto lo que dijera,
y acaso no te saludo
no es cierto que te aborrezca.
Cuando recorro la plaza
me gusta que no me entiendan,
pastillas de menta compro
para corretear la pena.
Voy a sentarme a la plaza
de pena, de pena, pena,
y acaso a la plaza llego
la plaza, plaza me alegra.
[…]
Cuando me subo a los árboles
es luna mi calavera,
me gusta, me gusta, gusta,
me gusta que no me entiendan.
Pero hablando en serio serio
que nadie me niega niega
que cuando subo a caballo
me pongo mis dos espuelas.”
Ya queda menos de cuarentena, así que mucho ánimo.
Un beso,
Carmen
Imágenes de @miri_arroyo